La ciudad de Logroño se vanagloria de ser la capital de La Rioja, pero más que grandes monumentos presume de sus tapas, vinos y del particular orgullo provinciano de su gente. Aquí no encontrarás rascacielos, sino chiringuitos de cerveza y un hormiguero humano de paseantes casi todo el año.
Bañada por el río Ebro, Logroño se presenta como punto de paso natural de peregrinos del Camino de Santiago. Vamos, todos los caminos llevan (de una forma u otra) a un buen pincho riojano.
La famosa Calle Laurel es nuestra siguiente parada obligatoria. En esta estrecha arteria de tapeo se concentra todo el poderío culinario de Logroño: «lugar de tapeo por excelencia» donde los pinchos se amontonan sobre la barra y el vino riojano fluye como un segundo Ebro.
Aquí los logroñeses ejercen su derecho humano a celebrar casi cualquier cosa: cumpleaños, aniversarios… o hasta finales de temporada de cualquier serie. Cada semana es un desfile de grupos festivos con vaso en mano, dando sentido al dicho local “por La Laurel hasta el fin del mundo”. Dicen las guías de turismo oficial que La Laurel es visita imprescindible para capturar la esencia de la ciudad (y para quitarnos la dieta de un plumazo).

Justo enfrente se alza la Concatedral de Santa María la Redonda (con dos torres barrocas gemelas) dominando el Casco Antiguo. Dicen que hicieron falta dos torres para contener tanto ímpetu de peregrinos con resaca. Este edificio del siglo XVIII se impone en la plaza del Mercado y hasta tiene su propia banda sonora de campanas. En fin, la catedral con nombre redondo les da a los logroñeses el doble de razones para enorgullecerse (o al menos el doble de cafés con leche en la misa de domingo).
A pocos metros, el Puente de Piedra salva las aguas del Ebro recordándonos los orígenes medievales de la ciudad. Este puente de piedra es uno de los símbolos locales: figura en el escudo de Logroño y es literalmente la vía de entrada de los peregrinos del Camino Francés. Hecho a base de arcos labrados (con historia para contar), el Puente de Piedra comunica el casco viejo con la zona norte de Logroño. No es raro que los enamorados lo elijan para un beso furtivo sobre el río, sellando juramentos con el chupito de vino más cercano.
En el terreno cinematográfico, Logroño ha tenido su momento estelar. Por ejemplo, la serie «Gran Reserva» (2010-2013) –esa telenovela de bodegas con guion barroco– utilizó escenarios logroñeses (¡el pueblo y las viñas giraban alrededor de Logroño y Haro!). Más recientemente, la serie «3 Caminos» (2021) de Amazon muestra la ciudad tal cual es: en sus escenas de peregrinos se reconocen el Puente de Piedra, la zona de pinchos de la Calle Laurel e incluso el parque de La Grajera (parte del Camino). Está claro: hasta el cine sabe que Logroño es más que vino, es un plató a cielo abierto con tapa gratis.

No podía faltar en Logroño un monumento al hijo pródigo: Baldomero Espartero, el famoso general y regente del siglo XIX. Su estatua ecuestre preside el Paseo del Espolón con porte marcial (y 11 toneladas de bronce). Dicen que su esposa Jacinta, La Duquesa de la Victoria, era logroñesa, así que acabaron viviendo y falleciendo aquí; por eso el general logró un idilio eterno con su tierra natal. Detalle curioso: alrededor del pedestal hay grabadas palabras trascendentes como «Paz», «Patria» o «Justicia», por si algún viandante necesitara un recordatorio moral junto a la fuente. Entre tanto historiador, Espartero nos observa desde las alturas, mientras espera que alguien le descorche una botella de buen vino.
Pero Logroño no vive solo de historia; también se le reconoce por sus largas noches de juerga. En la ciudad se ha declarado casi oficialmente destino estrella para despedidas de soltero/a. Cada fin de semana, las calles (especialmente la Laurel) vibran con el clamor de gorros ridículos, canciones improvisadas y copas que no caben en ningún cuerpo con vida normal. Según la prensa local, Logroño es ya «destino predilecto para las despedidas» y sus calles se han convertido en epicentro de un saludable turismo de borrachera. Vamos, que la fiesta aquí tiene cheque en blanco… y los vecinos prefieren colgar un cartel de “No se atienden despedidas” para disimular (mientras de fondo suena un reggaetón inevitable).
El río Ebro recorre la ciudad con calma, dando vida a sus paseos fluviales y parques ribereños (como el propio del Ebro, que conecta con el del Iregua, el otro río logroñés) donde a veces hasta se ven cigüeñas curiosas. Los logroñeses aprovechan cualquier orilla para montar merienda y tertulia: una barra ambulante junto al río es rutina habitual. O más bien botellón.
En resumen, el Ebro es ese vecino sano que permite correr, remar en kayaks urbanos y tomarse un vermut con vistas a las peñas del monte Cantabria (que siempre buscan un reflejo en el agua).

Por si alguien lo olvidaba, Logroño es parada obligatoria en el Camino de Santiago. Aquí confluyen rutas y generaciones: un peregrino que llega puede intercambiar la concha por un pincho, o viceversa, en un solo tintero. A la vista de los mojones y flechas amarillas, hasta el más despistado sabe que el escenario sagrado acaba mezclándose con el tapeo profano. Dicho de otro modo: los viajes más sagrados aquí concluyen con un brindis con D.O. Rioja en mano.
En fin, estos diez pasos por Logroño muestran su carácter en clave irónica: no hay tótem que eclipsa al tapeo, ni fiesta que no acabe con brindis, ni peregrino que no sueñe con una buena ración. A la postre, Logroño es esa provincia con complejo de ciudad grande, que acepta felizmente ambos papeles. Juega a ser capital bulliciosa de vinos, sin perder la fisonomía de pueblo bonachón. Y si se animan a visitar este lugar, se llevarán en la maleta algo más que fotos: dicen por aquí que «todos los caminos llevan a la próxima tapa» (y tal vez a un brindis final).
Deja una respuesta